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Aproximación al arte precolombino peruano por Francisco Iriarte Brenner
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Área de Derecho Constitucional

Última actualización: 06 - 06 - 2015

Obras de teatro sacralizado y danzas teatrales, pero funcionalmente instructivas, aparecen de común en muchos pueblos iletrados, con ceremonias y bailes, de corte mágico-religioso, especialmente en referencia a la fecundidad y reproducción de la naturaleza y a la necesidad de la realización de tareas individuales o grupales, en beneficio de la comunidad toda.

Obras de teatro sacralizado y danzas teatrales, pero funcionalmente instructivas, aparecen de común en muchos pueblos iletrados, con ceremonias y bailes, de corte mágico-religioso, especialmente en referencia a la fecundidad y reproducción de la naturaleza y a la necesidad de la realización de tareas individuales o grupales, en beneficio de la comunidad toda. Lo que ocurre también con los diseños sagrados realizados con materiales perecibles, como las alfombras de flores, la pólvora, los sonidos emitidos por los instrumentos músicos, los colores y las cañas del soporte de los castillos de fuego, o la arena coloreada, que posibilitan – además de rendir culto a una especial deidad en el ritual-, hacer llegar un sentido mensaje a un público bastante amplio, incluso lejano al lugar donde se celebra el acontecimiento, como ocurre con el estallido de los cohetes o la llamada y aviso, de las campanas, columnas de humo y similares.

 

La Iglesia Católica se debió enfrentar, en el Nuevo Continente, al problema de la presencia de una población nativa predominantemente analfabeta -o mejor dicho, iletrada-, confesando una religión  politeísta bastante bien estructurada y contando con un sacerdocio jerarquizado, establecido desde mucho tiempo antes de la llegada de los europeos a nuestras andinas tierras, que funcionaba dentro de un orden social sostenido por toda una cosmovisión, prácticamente milenaria, por lo que los misioneros del cristianismo se vieron obligados a  impulsar la realización teatralizada de los misterios y los autos sacramentales cristianos, que se trajeron a América, junto con música, cantos y danzas teatrales hispanas o europeas en general, los que alcanzaron gran éxito en estas tierras, y que aún se conservan a más de 500 años de su introducción, aunque evidentemente con algunas modificaciones. Los dramas religiosos, como el de los “pastores” y las “zagalas” (pastorelas), aparecen en Mesoamérica y en la región andina por ese entonces, y se suelen emplear aún hoy para enseñar valores, creencias, comportamientos, a los menores en muchas comunidades del Viejo y del Nuevo Mundos, al tiempo que se emplean para homenajear a las deidades; hay que reseñar que, incluso en la China moderna, se ha recurrido al teatro para la enseñanza de los adultos analfabetos, al igual que lo que ocurriera en la antigua Rusia comunista, para difundir nuevas ideas y actividades.

El uso de las artes con fines similares, de este orden sacralizado, pueden permitir comprender adecuadamente los mensajes que allí aparecen en relación al ritual y a la ideología toda, sin necesidad de contar con texto escrito alguno orientador. Y en esa línea, habría que incorporar los efectos  comunicativos desarrollados por la pirotecnia, surgida en la antigua China, con sus luces, colores y sonidos que informan a distancia la realización de ciertos eventos festivos y conmemorativos sobre todo. Los mitos, las leyendas, las fábulas, el cuento, las máximas, los proverbios, adagios y refranes, y el relato popular aportan muchos ejemplos de este tipo, donde las creencias y los sistemas de valores se refuerzan y transmiten a las nuevas generaciones, que siempre tendrán algo que agregar, quitar o modificar al relato original, debido sobre todo a la presencia de cambios tecnológicos o del medio en el que habitan las comunidades, o a la presencia de elementos exóticos, aunque por lo general sin trastocar el fondo mismo del tema. El caso típico diríamos, de los hilos de algodón blanco que aparecen en los nacimientos o pesebres cristianos de América del Sur, que representan a la nieve, que se preparan en Diciembre, en pleno verano de esta parte del mundo, aunque el hecho del Nacimiento de Jesús es y era recordado y celebrado en el invierno europeo originalmente.

 

Es evidente que la función de las artes en el afianzamiento de conocimientos, creencias, expectativas, actitudes y valores tradicionales, se destaca mucho más claramente en las sociedades simples y homogéneas, que en las estructuradas y complicadas organizaciones sociales modernas, lo que no quiere significar que las artes escénicas especialmente  dejen de ser instrumento de transmisión de conocimientos y valores. En las sociedades urbanas más complejas, no todos los grupos societarios de su interior, comparten necesariamente las mismas ideas, creencias, gustos, valores, tradiciones, por lo que aparece como un contrasentido a nuestro criterio, por ejemplo, la presencia y el accionar de los modernos medios de comunicación, que suelen dirigirse a un gran número de personas -la mass media-,  con ciertos programas, spots y filmes, introduciendo informaciones, creencias, formas conductuales que corresponden no a los gustos tradicionales, eruditos, populares o elitistas, de una comunidad, sino convencionalmente separados y preparados para una masa semi-ignara y fácilmente manipulable, dirigiendo la atención de las mayorías hacia determinadas formas estéticas, comportamientos públicos, adquisición de bienes, etc., que muchas veces sirven para establecer nuevas categorías intelectivas, económicas y sociales, antes que para comunicar las más elaboradas ideas o los mensajes actualizados en cualquier materia, con claros intereses y técnicas propios del mercado.

 

En una sociedad homogénea, iletrada, tradicional, todos sus integrantes participan, de un modo u otro –y muchas veces están realmente interesados en participar- en la elaboración de las obras de arte; así vemos por ejemplo, que en un ceremonial festivo patronal, se pueden presentar expresiones gráficas, danza, música, poesía, vestuario especial, procesiones, cantos, corridas de toros, desfiles variados personajes, de castillos de fuego, comidas y bebidas, o galas específicas para la ocasión, con ensayos escénicos, preparación de alimentos y bebidas indicadas para tal  momento y circunstancias, que posibilitan la actividad prácticamente de toda la comunidad, incluso desde meses –y a veces años – antes de la fecha señalada, pues todos sus miembros están de acuerdo con la naturaleza y función de la ceremonia a realizarse y se sienten obligados a interesarse o incorporarse a las actividades correspondientes, que muchas veces están santificadas, sacralizadas, en cada uno de los pasos, mediante la intervención de rituales de corte religioso o mágico, como ocurre cada año en Lima, con la Procesión del Señor de los Milagros, o cada cinco años en Huamantanga (Canta), con la representación  del Cantar de Rolando, o con el desplazamiento de la Virgen del Perpetuo Socorro de Huanchaco hacia  Trujillo y retornando a su templo (en peregrinaje que se efectúa cada cinco años), en La Libertad; en Sapallanga, cada dos años, (Junín), o en Corongo, cada año (Ancash)..

 

Dirá Federico González que: “… No hay en la mentalidad indígena un límite preciso entre el individuo y la naturaleza (tampoco entre lo natural y lo sobrenatural) en razón de la … interrelación e interdependencia de todas las cosas (entre ellas también dioses y hombres), realidad evidente y rasgo común a todos los pueblos y hombres tradicionales los cuales no ponen énfasis en la individualidad de sus concepciones o personas sino en la universalidad del conjunto del que son parte constituyente, y viven en el perpetuo asombro del devenir y en la certeza de la trascendencia de un Gran Espíritu que se manifiesta por la totalidad de la naturaleza como imagen y expresión de lo sobrenatural…”

 

Los estados anímicos y las emociones pueden comunicarse bastante mejor que las ideas en la música, la danza, la poesía, el canto y otras formas similares. Pero no debemos dejar de lado que una de las funciones importantes de las artes, es también la evocación del placer. Así, el baile, que en cuyas numerosas variables y en todas partes, encontramos una cantidad notable de jóvenes que participan en el arte coreográfico, que está unido a otros aspectos de la cultura, tales como acontecimientos sociales, religiosos o patrióticos,  galanteo y elección de consorte, tomando en sus expresiones gran cantidad de personas, y no como simples espectadores de actividades que realizan los especialistas o un pequeño grupo de compoblanos, sino como activos participantes de un ceremonial tradicional que sigue pautas aceptadas por toda la sociedad desde illo tempore. Y es notable ver el interés que despierta en niños y jóvenes, en sus familiares, la participación en las diversas actividades que comprenden las fiestas patronales por ejemplo, pues unos se encargarán de traer la leña (capo) necesaria para los fogones y hogueras o luminarias, otros deberán ocuparse de conseguir y transportar flores para los adornos de las andas, o preparar la armazón de tinglados para sostener altares provisionales durante la procesión  de las imágenes sacralizadas, así como la limpieza y el arreglo de las vestiduras de los santos, etc., todo ello como parte de compromisos adquiridos voluntariamente en su gran mayoría, en ceremonias públicas, conocidas y sancionadas por la comunidad, y que exigen cumplidas tareas de variada importancia.

 

El empleo de símbolos, de otro lado,  lleva aparejado necesariamente, una serie de variados acuerdos sociales, e implica la necesaria transmisión de los significados de esos tales diseños, de generación en generación. Convenciones y símbolos que, de todos modos, van a ir experimentando cambios a lo largo del tiempo, de conformidad a las transformaciones que se van sucediendo en el entorno natural, ideológico, social, económico, tecnológico y –en general- cultural del caso. Las técnicas, los temas tratados, la función de las artes, las actitudes hacia el arte y sus creadores o de sus portadores, son de carácter cultural y comunitario prevalentemente, y no proceden por ende, de una voluntad individual. Remarquemos, por ejemplo, cómo la tradición de la pintura y las demás artes relacionadas en la cultura occidental, tal como lo entendemos en la actualidad, comenzó a retomar su importancia en la etapa  del Renacimiento, con el desarrollo de la perspectiva; el redescubrimiento de la antigua civilización greco-romana; el patronazgo de la Iglesia, la burguesía y el comercio, y los fermentos intelectuales que se dieron al comienzo de la Era de los Descubrimientos, que contribuyeron en modo variable de importancia, al gran florecimiento del arte en sus variadas formas; es decir, que no se trató de una creación individual, sino de una tendencia que desplegó sus variadas influencias por todo el mundo occidental europeo y que incitó a numerosos personajes a participar con sus creaciones dentro de ese marco del Humanismo Ilustrado que tuvo –y tiene- una enorme importancia en el desarrollo de ideologías, artes, ciencias, técnicas, tal y como las observamos en la actualidad.

 

La belleza, por su parte, es un fenómeno bastante conocido universalmente,  pero que no aparece suficientemente explicitado, pues lo cierto es que cada quien tiene su propia forma de entender este rasgo en las cosas que consideramos artísticas. Su carácter y naturaleza, realmente no requieren de otro lado, de una teoría metafísica sutil para ser explicados. Es algo palpable e inconfundible, pero, y sin embargo, el fenómeno de la belleza es una de las mayores paradojas que podamos encontrar. Hasta Kant, por lo menos,  la filosofía de la belleza era un intento de reducir nuestra experiencia estética a un principio extraño. Es en su Crítica del Juicio, que Inmanuel Kant proporciona entonces, pruebas de la autonomía del arte. La belleza, en consecuencia, es definitivamente,  un valor especial, que se arraiga en una necesidad ciertamente básica de la naturaleza humana. No es un ente metafísico que se nos aparece desde un mundo ajeno al nuestro, pues sin duda, surge de,  y es parte de, nosotros mismos. El valor de la belleza responde entonces fundamentalmente, a una tendencia endógena humana: el aspirar a un modo de vida que permita la plena libertad interior y la expresión de la personalidad, organizando las emociones en una unidad de sentido armónico.

 

Podríamos describir al arte en general, como un emblema de la verdad moral, concebido como alegoría, como expresión figurada, símbolo que esconde en su forma sensible, un sentido ético fundamental. La filosofía del arte muestra, por ello, el mismo conflicto que aparece en la filosofía del lenguaje, pues el arte y el lenguaje en lo general, oscilan constantemente entre dos polos: lo objetivo y lo subjetivo. Ambos se presentan bajo la categoría de la imitación y su función principal evidentemente es mimética; pero no debemos considerar por ello que el lenguaje se origine sólo y necesariamente en una imitación de sonidos de la naturaleza y que el arte no venga a ser otra cosa que una copia o un calco de las cosas exteriores simplemente, pues lo cierto es que las obras estéticamente válidas son sumamente más complejas de lo que parecieran ser a la simple y superficial mirada de quien no está entrenado en el asunto.

 

Es evidente que no podemos reducir la obra de arte a una simple reproducción mecánica de la realidad, pues se debe tener en cuenta definitivamente, que hay una base para ello en la creatividad propia del artista, la espontaneidad de la que goza el artífice, y que ese poder creador de los autores vendría a ser, en todo caso, un evidente factor perturbador de la normalidad establecida previamente. Podemos afirmar por ello que, si bien toda belleza es verdad, no toda verdad resulta siendo necesaria y obligatoriamente bella, por el contrario hasta puede llegar a ser sumamente desagradable en ciertos casos extremos. Para los neoclásicos, por ejemplo, el arte no tendría para que reproducir la naturaleza indiscriminadamente, pues el campo de lo que le correspondería, sería solamente el reproducir la belle nature. Rousseau, Goethe y Herder entre otros,  señalan claramente, en el campo de la estética, que el arte no es una simple descripción o reproducción del mundo empírico, sino que, por el contrario, se trata de  una superabundancia de emociones y pasiones entretejidas. La belleza, entonces, no es, ni debe ser, la meta  única, final, del arte, sino que resulta más bien siendo un rasgo secundario y decididamente derivado del accionar del creador.

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